50 cuestiones |
¿Y las discusiones... los conflictos?
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¿Qué diríais de una pareja que no discutiera nunca?, ¿no os preguntaríais si uno no ha absorbido al otro?
Lo extraordinario de que hombre y mujer sean diferentes es que las diferentes maneras de ver las cosas contribuyen a que se enriquezcan mutuamente, siempre y cuando se molesten en escucharse e intentar comprenderse. Intercambiar puntos de vista, discutir, incluso a veces de forma acalorada, hace que el amor crezca gracias a un mejor conocimiento.
Claro que, y todos lo sabemos aún sin estar casados, puede suceder que se esté tan obcecado en las propias ideas y en imponerlas que no se quiera escuchar al otro de ninguna de las maneras Y entonces, estalla. Pero no es grave, si no va seguido de comentarios irónicos o acusatorios ya que todos esos comentarios sin importancia hieren al otro porque no le respetan. En estas situaciones reaccionaremos de acuerdo con nuestro temperamento: explotando, encerrándonos en el mutismo y en la amargura, contraatacando. Del amor a la guerra hay un paso y el miedo y la desconfianza están al acecho.
Guardarse dentro los rencores y amarguras, fomentar el desacuerdo, he aquí el veneno para el amor. La enfermedad es grave, pero no mortal...
¿El remedio? Acabar con los malos sentimientos y no dejar que la imaginación nos venza. Aún te quiero, decía una niña a su hermana consentida. La decisión de volver a amar, de volver a abrir nuestro corazón al otro, de acogerle y aceptarle tal como es, de mirarle con nuevos ojos, esto es el perdón. No es hacer borrón y cuenta nueva como si no hubiera pasado nada, sino volver a empezar a pesar de todo con nuevas fuerzas y esperanzas. Te pido perdón por todas la veces que no lo he hecho desde que nos casamos, es decir, desde hace veinte años, fue como si nos casáramos de nuevo, contaba la mujer, nuestra pareja ha vuelto a nacer.
En toda vida hay conflictos pero el perdón, en lugar de matar el amor, puede contribuir a hacerlo crecer.
Testimonio
Era un día de Navidad. Teníamos que encontrarnos con la familia de Jaime, mi marido, que vivía a 150 Km. de casa. Nos esperaban para comer e íbamos a quedarnos allí para emprender, al día siguiente, un viaje de un par de días los dos solos. Los niños se iban a quedar en casa de nuestros hermanos que estarían allí para las fiestas de Navidad. Como llegábamos tarde, nos marchamos muy rápido: ¡Maletas, abrigos, cargamos todo en un instante sin tiempo para comprobar si nos olvidábamos de algo! Después de comer, los niños quisieron salir a jugar fuera. Había nevado y hacía frío: yo quise ponerles los guantes y los gorros, pero no conseguía encontrarlos. Mandé en seguida a los niños a preguntar a su padre si sabía dónde estaban. Él afirmaba no haberlos visto en el armario cuando metió el equipaje en el coche. No le creí y me entró un arrebato: claro, ¡con lo distraído que es, sólo él podía haberlos olvidado con las prisas de la salida! Montamos una escena delante de toda la familia y mi marido se marchó dando un portazo. Por dentro, refunfuñaba: siempre igual, no se fija en nada, no se preocupa de los demás ¡Y las pobres criaturas se van a helar las manos! De todas formas, es raro que no haya visto nada en el armario... ¿y si por casualidad los guantes y los gorros no estuvieran allí?... ¿y si hubiera sido yo quien los metió en las maletas?. Corrí hacia las maletas, abrí la primera, la segunda... y por fin aparecieron los gorros y los guantes, bien colocados... ¡yo misma los había metido allí! Imposible negarlo: ¡me había equivocado! Empecé a sentir remordimientos. Quería pedir perdón pero tenía miedo. ¿Y si Jaime aún seguía enfadado conmigo? Le esperé con ansiedad. Cuando entró, me acerque a él: Sabes, lo siento mucho..., no dije nada más. Jaime me miró y me dijo: Te perdono. Sentimos como nos invadía la alegría. Parecíamos dos enamorados. La familia no entendía nada. Era como si acabásemos de revivir esa emoción intensa del sí quiero pronunciado el día de nuestra boda. Benedicta |